En cuanto Dimitri abandonó mi cuarto, procedí sin demora a seleccionar qué pertenencias abandonaría y cuales me acompañarían en mi improvisado trayecto. No podía cargar con la serie de volúmenes que poblaban el suelo de aquel cuartucho, de modo que los ordené en pilas y decidí legar la mayor parte a mi caballero ingés. Tampoco resolví cargar con todas mis costosas prendas, sólo lo esencial para un par de noches.
La verdad, la ridícula verdad era que no soportaba pasar un minuto más bajo el techo de una loca insoportable, una desquiciada que ocupaba el lugar de un ser supuestamente amado con una imitación en cuestión de horas. No volvería a escuchar sus desquiciantes chillidos y su estridente voz, no volvería a contemplar sus ridículos desmayos, sus falsas lágrimas y sus incoherentes lamentos. Aquello era un parvulario, y la niña más tonta tenía el poder sobre la caja de galletas.
Aquello no había sido sino un experimento personal, un intento de encontrar una respuesta a esa pregunta que llevaba clavada: ¿podría yo convivir pacíficamente con otros? Y lo cierto era que aquel tiempo no me había valido para confirmar nada. No sabía si podía convivir con otros por la sencilla razón de que aquellos especímenes no servían para la causa.
Y...sí. Me pesaba desaparecer de la vida de Amelita. Sobre todo, me pesaba ser consciente de que tardaría años en volver a sentir la mirada del caballero inglés sobre mi piel.
También estaba Dimitri. El condenado a vagar entre las faldas de la torpe criaja caprichosa que tenían por matriarca por el resto de su eternidad. ¿Qué vastago no merecía gastar sus primeros años en recorrer el mundo? Era un derecho mínimo, una ley no escrita del vampirismo. Pero con semejante sire, aquello quedaba fuera de lugar.
De todos modos, decidí escribir una pequeña nota con mi delicada caligrafía en su lengua natal. Simplemente le daba las nociones básicas para encontrarme allá donde yo me encontrase. A quién debería preguntar por mí y por dónde debería comenzar a buscar.
Eché una última mirada al decadente e insípido cuarto y me colgué la funda del cello al hombro, prometiendo que jamás volvería a poner un pie en aquella casa de locos.
Tras estos pensamientos y otros más que para nada afectan a mi historia, abandoné la mansión para no regresar.